domingo, 2 de octubre de 2011

Desahogo

Creo que nunca en mi vida he estado tan decepcionada en mi vida como ahora. Odio ser con formista, pero odio aun mas cuando no tengo mas opcion.
Es un asco querer algo, planear todo para que sea perfecto (aunque sea en el ultimo momento) y que cierta persona, ¿verdad mama? decida que simplemente su respuesta es: NO!
Desearia vivir en un mundo en el que ninguna persona tuviera poder sobre mi. Si asi fuera en este momento estaria haciendo maletas y montandome en un camion.
Pero no puedo hacerlo porque a alguien se le ocurrio contestar: no. Intentaria convencerla, pero su postura es firme, no puede hacer nada por complacerme en este momento cuando siempre me exige que aga cosas para complacerla.
Estoy tan enojada!
Ojala pudiera simplemente ignorarla y hacer o que me diera la maldita gana. Pero no puedo, tengo 12 años y tengo que esperar otros seis para hacer lo que quiera. Hasta entonces no me queda mas que esperar a que mi vida sea realmente MIA!

martes, 24 de mayo de 2011

Un deseo

Esa tarde mi familia estaba reunida en la sala del piso de abajo. En mi cabeza ya la llamaba "La sala de los asuntos resueltos" porque siempre que había algo que discutir, indudablemente acabábamos sentados ahí.
No había nada por discutir ese día, simplemente disfrutábamos de lo que pocas veces podíamos hacer;
sentarnos todos juntos a hablar de asuntos sin sentido. Mi madre, que siempre acaba soltándose el cabello en este tipo de reuniones está recargada en el pecho de mi padre. Disfrutando del tiempo que tienen juntos y riéndose de su pequeño nieto (mi sobrino) que disfruta corriendo de un lado a otro montádose sobre las piernas de mi hermano, su papá, y obligándolo a jugar con él.
Mi hermana intercambia divertidos comentarios con mi padre, ellos siempre hacen eso. Si les dejas de prestar atención un segundo, terminan desconcertándote completamente.
Mientras, yo observo divertida la manera en la que todo ocurre naturalmente. Como si estuviéramos completamente acostumbrados a estar aquí.
Mi madre vuelve a sacar el tema de llevarme al dentista. No puedo evitar que se me escape una sonrisa, ella siempre encuentra el momento para decirlo. Esta vez ni siquiera me molesto en decirle que no quiero ir.
Me limito a disfrutar de esto. Del momento en el que todos estamos juntos, divertidos, sin pelear por nada.
El tiempo en el que hemos estado separados nos ha enseñado cuanto valen los momentos en los que estamos juntos.
No puedo evitar cerrar los ojos y desear que sea así para siempre.
No creo haber deseado algo con tanta intensidad antes.

lunes, 23 de mayo de 2011

Ángel de amor

Sonó el despertador. Héctor llevaba ya dos horas intentando rasurarse; se le hacía más difícil ahora que evitaba los espejos. Apenas si había dormido tres horas, el recuerdo de esa noche lo perseguía y no lo dejaba dormir tranquilo.
Pasó la mano debajo de su barbilla para revisar su afeitada. A pesar de todo el tiempo transcurrido desde esa noche, él no se acostumbraba a sentir el hueco de lo que alguna vez consideró perfecto. Se dio por vencido cuando sintió un líquido caliente deslizarse por sus mejillas.
Al salir de casa la luz del sol lo cegó y le costó trabajo acostumbrar la vista. Podía sentir la mirada fija de la gente en su rostro, había pasado tanto tiempo avergonzándose de ello que ya no le quedaban fuerzas.
Desvió su atención del camino y recordó lo ocurrido esa noche: el auto que venía de frente, su cara deslizándose por la acera, el terriblemente estresante sonido de una sirena mientras una luz roja centelleaba en sus ojos.
Pasó frente al cementerio, no se había dado cuenta de que había tomado ese camino, un terrible error. Su hermana.
La culpa estaba a punto de terminar con él.
Se dirigió a la fuente del centro de la ciudad, se asomó sobre el agua y miró su reflejo. Era su castigo. Lo que le había hecho a su hermana estaría siempre marcado en su rostro.
Recorrió su reflejo con la mirada, habían pasado meses desde que se había visto por última vez. Vio la hendidura que había en su pómulo, estudió la extraña inclinación de su mandíbula… fue demasiado para él.
Se alejó del agua tan rápido como si lo hubieran empujado y sin más se sentó en la acera a llorar.
La recordó: su cabello negro ondeando alrededor de su rostro, la delicada línea de su barbilla, sus ojos color esmeralda idénticos a los de él. Ella era irritantemente buena y honesta. Él nunca había pensado que podía extrañarla tanto.
De pronto sus lágrimas desaparecieron. Tal vez después de todo, sus ojos se habían cansado de tanto llorar.
Levantándose lentamente se encaminó hacia la iglesia. Él realmente nunca había profesado una religión, pero era lo único que podía darle a su hermana, hacerle saber que siempre la recordaría.
Le faltaban una o dos calles cuando comenzó a temblar de pies a cabeza. La escuchó antes de verla. Una motocicleta dobló a toda velocidad en la esquina y a él le dieron ganas de gritar. Desechó todo deseo de seguir afuera, dio media vuelta y corrió a todo lo que le daban las piernas; sólo quería volver a casa.
Citlali se sentó frente a su espejo favorito, era lo suficientemente grande como para contemplarse completa. Su largo cabello negro caía como una cascada en su espalda. Ella amaba cepillarlo y se pasaba horas haciéndolo. Una triste sonrisa apareció en su rostro al pensar que nunca lo perdería.
Su madre la llamó desde el piso de abajo, era hora de su paseo diario con Roberto, un guardaespaldas entrenado en Pakistán especialmente para protegerla.
--Mamá, ¿tengo que llevar a Roberto?
--Lo siento, Citlali. No puedes ir sola
Citlali salió de casa con Roberto pisándole los talones, estaba enojada, pero todo se calmó cuando sintió  la suave brisa vespertina golpear su cabello y mecerlo hasta lograr que quedara frente a su rostro.
Sus padres no la dejaban ir sola a ningún lado desde que, a los doce años, un análisis de sangre le había detectado leucemia. Citlali era pequeña, pero decidió que no quería tratarlo, se negó a la quimioterapia y simplemente aceptó lo que el destino le había dado, nunca se había sentido molesta, se limitaba a absorber cuanto podía de su alrededor.
 Pasó por la iglesia y agradeció a Dios por dejarla vivir. Pasó junto a la fuente de la ciudad y miró su reflejo. Pasó frente al cementerio y saludó a su próximo hogar.
Se sentó en la banqueta con las piernas cruzadas y se dedicó a sentir los rayos del sol juguetear sobre su piel.
Había aprendido a disfrutar de cada detalle de su existencia. Las aves comenzaron a cantar y Citlali tarareó su melodía.
Acarició la suave tela de su vestido de seda blanca. Su piel era casi del mismo color.
Mucha gente se compadecía de ella, le daban sus condolencias, pero ella siempre se había sentido afortunada de haber nacido, de haber visto este mundo aunque sólo fuera por poco tiempo.
Volteó a ver a Roberto, se veía aburrido, era obvio que él no entendía la fascinación de Citlali por las cosas más insignificantes. Ella nunca había entendido a la gente que sólo podía amar lo que era costoso y enorme, a veces incluso exagerado, cuando la verdadera belleza está justo frente a ellos; en el despertar de un bebé después de una noche de sueño. En la salida de una mariposa de su capullo. En el abrir de los pétalos de una flor en primavera.
A veces nadie se da cuenta de esas cosas. Con un suspiro Citlali se levantó y comenzó a cruzar el callejón que estaba al otro lado de la calle, lentamente y mirando hacia el piso.
Se sentía tan débil en ese momento, lágrimas comenzaron a bajar por su cara.

Héctor respiraba con dificultad, lloraba desconsolado. Dobló en el callejón que daba a su casa y se recargó en la pared intentando recuperar el aliento. Cuando se separó del muro se dio cuenta de que ya no estaba solo.
Una chica estaba caminando hacia él, miraba hacia el piso afligida, en el instante en el que ella levantó la mirada él se quedó paralizado.
Se dio cuenta de que ella también lloraba. Las lágrimas de ambos se detuvieron el mismo instante. Héctor se dio cuenta de que algo andaba mal con ella, era demasiado pálida, pero aún así él nunca había visto, mezcladas, tanta belleza y perfección.
Citlali vio al chico que tenía enfrente, sus varoniles ojos color esmeralda brillaban, eran dos ojos hermosos como diamantes, grandes, profundos y serenos, y que con aire de aventureros se cruzaron con la mirada suya en aquel callejón.
Pasó todo tan rápido, que a Héctor sólo le dio tiempo de detenerse y sonreírle, y en secreto  decirle que sin importar los obstáculos lucharía por su amor.
Citlali sabía que eso era imposible, nadie puede enfrentarse al final. Pero le respondió, dándole un beso en la mejilla, que nunca olvidaría al hombre del callejón, que con sólo aparecer dos segundos en su vida, la hizo recordar que todo se puede superar.
Héctor observó decepcionado como esa chica misteriosa se alejaba de su vida, entendió que se iba para jamás volver. Entonces supo que sólo en sus sueños vería aquel rostro angelical que su corazón acababa de encender.
Dio media vuelta, enfermo de amor, y empezó a caminar sin rumbo, detallando en su mente la imagen de aquél ángel, que solo y vacío lo dejó en este mundo.
Citlali fue directo a su casa, incapaz de olvidar su breve encuentro de ese día, jamás había sentido tanto enfado por su enfermedad como en aquel momento.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que por más que luchara y lo buscara, nunca podría estar con él, ella se iría de este mundo, para sólo existir en fotos y recuerdos. Más estaba segura de que ella nunca olvidaría a aquél hombre. Nunca en su vida había sentido tanta desesperación por ser normal, ahora sólo podría sufrir por no haber podido conocerlo, hablar con él y crecer como persona viendo como alguien más crecía.
Citlali se acostó en su cama.
Recordó sus ojos color esmeralda, eran la cosa más bella que ella había visto jamás y deseó con demasiada fuerza haberlo conocido en otro momento, en otro contexto. Donde pudieran estar juntos.
Entonces ella cerró los ojos. Los cerró para no abrirlos nunca más.
Héctor lloró aquella noche, por primera vez desde el accidente lloraba por algo que no tenía nada que ver con motocicletas, cementerios o deformidades.
Lloraba porque sabía que nunca volvería a ver a la chica del callejón, que con tan pocos segundos de haberse visto, robó su corazón. Nunca lo recuperaría.
La chica lo había hecho olvidar su dolor, en tan poco tiempo, ella había logrado que él se diera cuenta de que tenía que salir adelante.
En el transcurso de la semana siguiente Héctor se convenció a sí mismo de cambiar, fue a comprar un espejo.
Se tardó un poco más en decidirse, pero finalmente rentó una motocicleta y la condujo por media hora. También consiguió fotografías de su hermana y las puso por todo su departamento.
Entró al cementerio y colocó flores en la tumba de su hermana, había dejado de sentirse culpable.
Consiguió de todo tipo de iluminación para instalar en su casa y se matriculó en una universidad, quería terminar su carrera, fotografía.
Buscó empleo y ganó suficiente dinero para comprarse un equipo fotográfico.
La gente dejó de mirar su rostro de manera extraña, y comenzaron a verlo por quién realmente era.
Dejó de lamentarse, consiguió sentirse cómodo con su aspecto y cuando se tituló de la universidad se convirtió en uno de los mejores fotógrafos del país.
Héctor fue feliz, consiguió todo lo que siempre había querido.
Pero siempre tuvo presente en su vida que todo lo que logró fue gracias a la chica del callejón, y como en un principio pensó, ella guardó su corazón, y aunque fue feliz, Héctor nunca amo a nadie más en su vida.